La riqueza, un concepto que evoca la plenitud de bienes, puede venir de Dios o de nuestro arduo trabajo en el mundo terrenal.
Las riquezas que Dios provee no es solo para cubrir nuestras necesidades básicas, sino que también nos capacitan para bendecir el reino y asistir a otros. Conllevan consigo un torrente de alegría, paz, seguridad y fe. Por otro lado, las riquezas de este mundo, con su carga de egoísmo y orgullo, tienden a encadenarnos y sembrar inseguridad y temor en nuestras vidas.
Para acceder a las riquezas que Dios nos ofrece, es fundamental seguir su camino. Trabajar con diligencia, honestidad y rectitud, guiados por los preceptos divinos y priorizando el núcleo familiar.
En Proverbios 14:23 nos recuerda que aquellos con manos laboriosas gobiernan su destino, mientras que los perezosos quedan subyugados. Todos poseemos dones y talentos que, al ser desarrollados, nos capacitan para crear y cosechar riquezas. Estamos destinados a ser productores, no meros receptores. Aquel que nos mantiene, nos controla. Los regímenes socialistas, por ejemplo, a menudo mantienen a las masas en la miseria para ejercer control sobre ellas.
En Mateo 6:33 se nos insta a buscar primero el Reino de Dios y su justicia, prometiéndonos que todo lo demás se nos añadirá. Comprender la justicia divina implica reconocer que las riquezas no nos pertenecen, sino que somos meros administradores de los recursos que recibimos, con la responsabilidad de distribuirlos según las directrices divinas.
La forma en que gestionamos nuestro dinero revela lo que hay en nuestro corazón. Un corazón egoísta nunca podrá acceder a las riquezas divinas, aunque pueda acumular riquezas mundanas y sus consecuentes tristezas.
Proverbios 11:25 nos enseña que el alma generosa será próspera, recordándonos que lo que sembramos, cosechamos. Sembrar para el espíritu, siendo generosos y justos, nos asegura una cosecha de vida eterna.
En Malaquías, Dios nos muestra las bendiciones de invertir en el Reino de los Cielos y las consecuencias de la avaricia y el egoísmo. Sembrar en el Reino garantiza no solo prosperidad espiritual, sino también prosperidad financiera, siempre y cuando manejemos el dinero conforme a la justicia divina.
El dinero puede convertirse en nuestro amo si permitimos que determine nuestra felicidad. Pero quienes se resisten a ser esclavizados por él, serán verdaderamente dichosos y se convertirán en testimonios vivientes del Reino para sus familias y comunidades.
La fe y la generosidad son dos pilares fundamentales para alcanzar la prosperidad. Las mejores inversiones son aquellas que dan frutos abundantes. Sembrar en el Reino de los Cielos es cultivar en la tierra más fértil. Diezmar en la iglesia y ofrecer donaciones a instituciones que trabajan por el bienestar de las familias y personas necesitadas son acciones que fertilizan esta tierra, fomentan la justicia y sofocan el espíritu egoísta.
Al poner a Dios en primer lugar y sembrar en su Reino bajo su justicia, podemos estar seguros de que seremos bendecidos y prosperados abundantemente.
Tu matrimonio y familia son el tesoro más valioso que Dios te ha dado ¡CUÍDALO!